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 01/07/2014

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Marlon Brando, diez años sin el actor más salvaje

Ganó dos Oscar, compró una isla y murió arruinado por el juicio contra su hijo


Si la hipotética final del Mundial de Actores la jugaran Marlon Brando y Laurence Olivier, como auguran los corredores de apuestas del Olimpo, ningún mortal daría al británico la menor posibilidad fuera del terreno de juego de las tablas. Brando, fallecido hace hoy justo una década de una fibrosis pulmonar, a los ochenta años, también procedía del mundo del teatro, pero al contrario que su «rival» capturó la esencia del cine desde que lo apuntó una cámara. Frente a la perfecta dicción algo envarada, él desplegaba otro tipo de tensión. Como actor radical del método Stanislavski -una forma de actuar pasada de moda hasta que volvemos a ver sus mejores películas-, tenía la fuerza animal de una bestia enjaulada. Su magnetismo era salvaje.
El milagro fue que, cuando lo soltaron en los platós de cine, encontrara domadores del talento de Fred Zinnemann, con quien debutó en «Hombres» (1950), y Elia Kazan, para el que rodó casi de una tacada «Un tranvía llamado deseo» (1951), «¡Viva Zapata!» (1952) y «La ley del silencio» (1954). Se podría haber muerto allí mismo, a lo James Dean, pero aunque parezca increíble nos habríamos perdido casi lo mejor. De entrada, «La ley...» le proporciónó su cuarta candidatura al Oscar y la primera estatuilla. En medio había colado la nominación por «Julio César» (1953), de Mankiewicz y Shakespeare, el mismo año que convirtió en un icono su único papel discutible hasta la fecha, el del «Salvaje» de Benedek, una película con más cuero que guión.
La fiera pareció apaciguarse; imposible mantener el ritmo. Sin Tennessee Williams dictándole los diálogos, probó a cantar, pero ni al lado de Frank Sinatra logró algo más que cumplir el expediente con «Ellos y ellas» (1955), otra cinta con mejor prensa que resultados. Volvió a brillar en «La casa de té de la luna de agosto» (1956), un amago de comedia posbélica que de algún modo mantuvo su línea experimental.
Maldita autoconsciencia
Lo único malo es que Brando ya se sabía Brando y la autoindulgencia transformó su forma de encarar cada papel, incluso en títulos tan solventes como «El baile de los malditos». «Piel de serpiente», «El rostro impenetrable» y «Rebelión a bordo» seguían mostrando una portentosa versión menor del mito, del hombre que se había comprado una isla y despotricaba contra Hollywood con la falta de contención de quien se sabe inmune.
De los títulos simplemente buenos pasó a los más olvidados, pero Arthur Penn, otro genio, recordó lo buen fajador que era el de Omaha y le dio la segunda mejor paliza de su vida en «La jauría humana» (1966), un brutal alegato contra el racismo, la hipocresía y la corrupción, un linchamiento público memorable que recuperaba la esencia del método. Con los «Reflejos en un ojo dorado» de Huston, mantuvo el nivel, pero fue «El padrino» la cinta que terminó de desmentir la falacia de que los mitos deben morir jóvenes. Francis Ford Coppola completó la mejor película de la historia, o al menos tan buena como la que más, y regaló a Brando su segundo Oscar y la oportunidad de impresionar a las generaciones de espectadores en color. El autor de este texto es Federico Marín Bellón. Leer artículo completo y ver hilo de debate en abc.es.

 
El Sis Doble no corregeix els escrits que rep. La reproducció d'aquest text és literal; fidel a les paraules, redacció , ortografia i sentit de l'autor/s
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