Una ciudad en donde nadie muere
El afán por ser inmortal hizo que en las islas Svalbard se prohibieran enterramientos
¿Hay en el mundo una ciudad en donde es posible nacer, pero no morir? Si es que existe, suena a algo así como la utopía ideal de Tomás Moro y sería, en consecuencia, un sueño de la razón. Pero resulta que tal ciudad figura en los mapas y alberga a una población de más de 2.000 habitantes.
Se llama Longyearbyen, capital del archipiélago de las Svalbard. Se encuentra situada en la isla principal, Spitsbergen, a 78 grados y 15 minutos de latitud norte, esto es: a unos 1.500 kilómetros del Polo Norte. Es la ciudad poblada más septentrional del planeta, con temperaturas que pueden sobrepasar en el invierno los 50 grados bajo cero. En ella hay pubs, discoteca, piscina climatizada, iglesias, escuelas, hoteles, restaurantes, hospital, concesionarios de coches, supermercados, casas de varios pisos, Internet y un periódico diario. Pero no hay cementerios que acojan enterramientos desde hace unos 70 años. ¿Es que nadie muere en Longyearbyen? No es eso; lo que sucede es que en esta ciudad está prohibido morirse.
Todo responde a una serie de paradójicas razones. La primera, el estatus político del archipiélago. Aunque en teoría la soberanía de estos territorios es noruega, la ONU no ha aceptado todavía de una forma clara esa circunstancia y, por ejemplo, perviven en el tiempo reclamaciones sobre derechos pesqueros en el área: entre otras, una española, ya que los primeros pescadores de ballenas de la zona fueron, a principios del siglo XVII, arponeros vascos. Además de eso, los rusos mantienen una explotación de carbón al sur de Longyearbyen, Barentsburg, que cuenta con administración propia, fuera del control noruego, y población estable de 800 almas.
Así que el estatus impreciso de las Svalbard permite que la vida en las islas sea más anárquica que en la Noruega continental. En Spitsbergen se bebe sin restricción ninguna y a buen precio. Y cualquiera que lo desee puede instalarse libremente en su territorio. También alberga uno de los baluartes que podrían salvar a la humanidad en caso de catástrofe mundial: la conocida como “bóveda del fin del mundo”. Construido a 120 metros de profundidad en una montaña arenisca, este almacén a prueba de bombas nucleares y terremotos recoge desde 2008 decenas de miles de semillas con las que salvaguardar la biodiversidad. El autor de este texto es Javier Reverte. Leer noticia completa en elpais.com.
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