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 24/08/2014

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Demasiada buena literatura por metro cuadrado

De Joyce a Magris, de Svevo a Madieri, potentes ecos librescos se escuchan en Trieste y Fiume


Un libro puede ser un pretexto tan decisivo como un monumento para visitar una ciudad. Basta pensar en Trieste, uno de los lugares de Europa más cargados de literatura. ¿Que si no llevaría a nadie a dejar Venecia para acercarse a la frontera del Este? En cualquier otro país, la ciudad brillaría con su esplendor neoclásico; en Italia, donde lo clásico no necesita neos, Trieste, con su pasado austrohúngaro, parece el miembro madrugador de una familia de geniales trasnochadores. Ahí es donde la literatura llega al rescate. La aureola de vecinos como James Joyce —profesor de inglés en una academia— o Umberto Saba —librero de viejo— pesa en sus calles tanto como la arquitectura. Si añadimos a Boris Pahor, la aureola se convierte en fulgor. La posibilidad —real según algún biógrafo— de que Franz Kafka —que hizo sus pinitos con el italiano— pudiera haber terminado trabajando en la sede central de Assicurazione Generali y no en su sucursal de Praga, no hace más que añadir razones a la atracción magnética de la letra impresa. Por si fuera poco, Italo Svevo fue alumno de Joyce y la mujer del primero inspiró al segundo el personaje de Anna Livia Plurabelle en esa fortaleza irreductible de la novela moderna llamada Finnegans Wake.
Si pensamos que Italo Svevo no es más que el pseudónimo —cuidadosamente elegido para sintetizar dos mundos— de Ettore Schmitz entenderemos lo que la ciudad tiene de cruce de caminos. A retratar ese carácter dedicó las páginas de Microcosmos el germanista Claudio Magris, el más ilustre triestino vivo con permiso del exfutbolista Cesare Maldini. Si El Danubio es fruto de una navegación de altura por media Europa, Microcosmos lo es de una navegación de cabotaje por cuatro calles. Más de una vez ha contado Magris que la idea de ambos libros se la dio su mujer, Marisa Madieri, nacida en la vecina Fiume en 1938, un año antes de que él naciera en Trieste. Los dos lugares, sometidos en el pasado al vaivén de fronteras entre Italia y el imperio austrohúngaro, son una buena demostración de que la historia a veces es un pinball en el que los ciudadanos de a pie ejercen de bola.
Los Madieri —que antes fueron los Madierich y antes Madjavic— formaban parte de los italianos que vivieron el gran éxodo entre Fiume y Trieste cuando a finales de la II Guerra Mundial aquella se convirtiera en la Rijeka croata. Aunque esa estampida no tuvo nada de literario, Fiume vivió, al final de otra guerra mundial, la primera, un episodio teatral tan reseñado en los libros de literatura como en los de historia. La ciudad, con mayoría de lengua italiana, fue cedida a Yugoslavia en 1918, algo que el esteta arrebatado y prócer protofascista Gabriele D’Annunzio consideró parte de una “victoria mutilada” dado que Italia estaba entre los vencedores. En septiembre de 1919 el escritor conquistó la ciudad junto a mil “legionarios” y contra los deseos del Gobierno romano. Allí instauró lo que algunos han llamado “dictadura lírica”, un “Estado libre” que por un lado alimentó la parafernalia imperial del movimiento que lideraba Benito Mussolini y, por otro, promulgó una constitución anarcoide que establecía la música como pilar estatal, eliminaba los símbolos religiosos de las escuelas y otorgaba a las mujeres el derecho al voto, algo que en Italia no sucedería hasta casi tres décadas después.
Pese a acuñar el grandilocuente eslogan de Fiume o morte, D’Annunzio fue desalojado por el ejército italiano en la Navidad de 1920. Convertido en un incómodo electrón libre dentro del fascismo en ascenso, el Duce terminó por confinarlos en el Vittoriale, una villa con vistas al lago de Garda en la que se atendió hasta el más excéntrico de sus muchos caprichos de egotista, coleccionista, erotómano y cocainómano. “Cuando uno tiene una muela podrida”, dijo Mussolini, “se la arranca o la cubre de oro”. El autor Javier Rodríguez Marcos. Leer noticia completa y ver hilo de debate en elpaís.es.
 
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