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 28/02/2013

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Así nació Frankenstein

Mary B. Shelley es la madre de una de las historias de terror más famosas de todos los tiempos


Cuenta la leyenda que en una noche del verano de 1816 cuatro personas se reunieron en una velada literaria para leer cuentos de terror. La noche acompañaba: había tormenta y los relámpagos iluminaban la villa suiza de Diodati, donde se celebraba la velada. El cometido era escribir una historia de terror lo más terrorífica posible.
Uno de ellos escribió una historia de vampiros basándose en leyendas balcánicas. Sin embargo, la historia ganadora y que se llevó el ‘premio’ fue en la que se reflexionaba sobre los caminos terroríficos que puede tomar la ciencia. En ella, un osado doctor usaba cadáveres para crear vida humana. Sí, estamos hablando de Frankenstein, una de las historias de terror más famosas de todos los tiempos.
Las personas reunidas aquella noche eran el poética romántico Lord Byron; el doctor Polidori y el matrimonio Shelley, formado por el poeta Percy B. Selley y su esposa, la ‘madre’ de Frankestein, la escritora Mary B. Shelley. A partir de aquel momento, esta obra se convertiría en un referente de la literatura universal. Según la propia autora describe cómo sucedieron los hechos:
 
"En el verano de 1816, visitamos Suiza y fuimos vecinos de Lord Byron, que estaba escribiendo el tercer canto de Childe Harold, y era el único de nosotros que había plasmado sus pensamientos sobre el papel. Al principio pasábamos las placidas horas en el lago, o vagando por sus orillas, pero aquel fue un estío borrascoso, desapacible, y a menudo nos tenía encerrados en casa durante días enteros.
Cayeron en nuestras manos unos volúmenes de relatos de fantasmas, traducidos del alemán al francés. Leímos la ‘Historia del amante inconstante’, quien, cuando creía abrazar a la novia a quien había jurado amor eterno, se encontró en los brazos de la libido espectro de aquella a la que había abandonado.
También estaba el cuento del pecaminoso fundador de una estirpe, cuyo triste sino era estampar el beso de la muerte en todos los hijos de su casa maldita, cuando alcanzaban la edad de merecer. Su figura gigantesca e incorpórea, enfundada, como el fantasma de Hamlet, en una armadura completa, pero con la visera del yelmo levantada, aparecía a la medianoche, bajo los irregulares haces de la luna, avanzando lentamente por la lóbrega avenida. Su silueta se difuminaba en las sombras de los muros del castillo; pero pronto chirriaba una reja, se oían unos pasos, se abría la puerta de un aposento, y el espectro avanzaba hacia el lecho de los lozanos púberes, acunados en un sueño salutífero. Un pesar infinito ensombrecía su rostro al inclinarse y besar la frente de los muchachos, que desde aquel instante se marchitaban cual flores arrancadas del tallo.
Nunca más he vuelto a ver aquellas historias; pero sus incidencias perviven en mi memoria tan fresca como si las hubiera leído ayer.
“Escribamos todo un cuento de fantasmas”, dijo Lord Byron; y su proposición fue aceptada. Éramos cuatro. El noble autor inicio un relato, del que imprimió un fragmento en el epilogo de su poema Mazeppa. Shelley, más apto para materializar ideas y sentimientos en el resplandor de brillantes imágenes, y en la música del verso más melodioso que adorna nuestro lenguaje, que para inventar los mecanismos de una historia, inicio una basada en las experiencias de su primera juventud.
El pobre Polidori concibió una idea terrible sobre una mujer con una cabeza convertida en calavera que recibió tal castigo por espiar a través del ojo de una cerradura -he olvidado que quería ver-, algo muy chocante y censurable, naturalmente; pero cuando quedo reducida a una condición peor que la del famoso Tom de Coventry, no supo qué hacer con ella y se vio obligado a enviarla al sepulcro de los Capuleto, único lugar donde no desencajaba.
Los ilustres poetas, aburridos por la trivialidad de la prosa, renunciaron prontamente a su desagradable tarea.
Yo me afane en idear una historia que rivalizase con las que nos habían movido a acometer aquella labor. Pensé y medité, pero fue en vano. Cada mañana me preguntaban ¿se te ha ocurrido algún cuento?, y cada mañana tenía que contestar con una mortificante negativa.
Pero en la vida todo es comenzar, por parafrasear a Sancho; y ese comienzo debe estar vinculado a algo que lo precedió. En el transcurso de las múltiples y largas conversaciones entre Lord Byron y Shelley, en las que yo era una oyente devota, se discutieron diversas doctrinas filosóficas, entre otras el fundamento de la vida y si existía o no la posibilidad de descubrirlo y comunicarlo. Se hablo de los experimentos del doctor Erasmus Darwin. Quizá lograría reanimarse un cadáver, pues el galvanismo había ofrecido indicios de tales fenómenos; tal vez las partes integrantes de una criatura podían fabricarse, ensamblarse y dotarse del calor vital.
La noche languideció en torno a aquel debate, e incluso ya había pasado la hora de las brujas antes de que nos retirásemos a descansar. Cuando pose la cabeza en la almohada, no dormí, ni pensé. De un modo espontáneo, mi imaginación me poseyó y me guío, infundiendo a las sucesivas imágenes que se formaron en mi mente una vivacidad que traspasaba largamente las fronteras usuales de la meditación.
Vi - con los ojos cerrados pero con una aguda visión mental - al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto al cuerpo que había armado. Vi el horripilante fantasma de un hombre que yacía estirado, y luego, por la acción de una potente máquina, daba señales de vida y rebullía con un movimiento precario, apenas vital. Tenía que ser pavoroso; pues supremamente terrible seria el efecto de cualquier empeño humano en burlar el formidable mecanismo del Creador del mundo.
Su éxito aterraría al artista; huiría de su odiosa obra presa del horror. Confiaría en que, al dejarla sus propios recursos, la tenue chispa de la vida que le había transmitido se extinguiría; que aquel ser que tan imperfecta animación había recibido, devendría materia muerta; y que podría dormir con la seguridad de que el silencio de la tumba anularía por siempre jamás la efímera existencia del abyecto cadáver que él había contemplado como una vida en ciernes.
Duerme; de pronto, algo le despierta; abre los ojos; he hache que el ente horrendo se yergue en su cabecera, descorre las cortinas y le mira con unos ojos amarillentos, acuosos, pero especuladores.
Abrí los míos aterrorizada. La idea había invadido mi mente de tal modo que un escalofrío de pánico recorrió mi ser, y desee cambiar la siniestra imagen de mi imaginación por las realidades que me rodeaban. Debía esforzarme en pensar en otra cosa. Rápida como la luz e igual de estimulante fue la idea que me asalto ¡Lo he encontrado! Lo que a mí me aterroriza también espantara a los otros. Por la mañana anuncie que había pensado una historia. Empecé aquel mismo día con las palabras “Fue en una lúgubre noche de noviembre”, limitándome a transcribir los macabros terrores de mi entonación..."
Leer noticia y ver hilo de debate en su fuente original revistaculturalvulture.com.

 
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