Se marcha a ninguna parte y, desde luego, no vuelve - Relato literario de Eva Borondo

Martes, 3 de septiembre de 2013 | e6d.es
• “…no podía apartar la mirada de sus ojos melosos”

Julieta miraba su peinado a través del reflejo que le devolvía la ventanilla del metro y la imagen difuminada le regalaba una belleza destilada esa mañana de enero, algo parecido a un negativo fotográfico o a una pintura naïf de pocos trazos.
Su parada era de las primeras y se sabía afortunada por haber conseguido un asiento y, además uno que siguiera la dirección de la marcha de los vagones, más confortable.
En la siguiente parada empezaron a subir aquellos que esperaban en el andén. El momentáneo silencio empezó a convertirse en zumbar de voces y el frío se disipó en una mezcla de olores corporales, la mayoría de universitarios que tomaban esta línea para alcanzar un enlace con un tren de cercanías.
Julieta ya no podía encontrar su imagen, tapada por mochilas, y culos enfundados en vaqueros que le llegaban a la altura de su cara.
El metro volvió a reducir su velocidad para introducir más personas que apenas podían ya respirar, aplastados por sus propios abrigos y bolsos en la pequeña cajonera.
Julieta tenía más espacio porque iba sentada, pero su posición era vulnerable porque cualquier elemento colgante podía caer sobre su cabeza y los gritos de las chicas de al lado la estaban dejando sorda.
En un intento por recuperar más espacio propio, Julieta agarró la barra de metal lacada y dejó un cuadrado de aire puro frente a su pecho. Sucedió que una mano caliente agarró la suya por un descuido y el chico pidió disculpas a la ignorada y repentina excitación que sintió ella, que no podía apartar la mirada de sus ojos melosos.
El chico bajó junto a la mayoría en la novena parada del metro y Julieta perdió de vista su espalda de arcón, su boca de carne y su cuello joven. Ella debía esperar hasta la decimotercera porque tenía una cita ineludible con el traumatólogo para que le miraran los huesos; las articulaciones hacía años que no le respondían.
Un anciano que hizo el recorrido junto a ella todo el trayecto le preguntó si se paraba en la siguiente y ella asintió.
-Ay, el tiempo se marcha y nadie sabe a dónde.

-Diga usted que sí, se marcha a ninguna parte.
-Y, desde luego, no vuelve.
-No, no vuelve.
Y los dos ancianos suspiraron milimétricamente, al mismo tiempo.
Eva Borondo