Modos de abdicar

Miércoles, 18 de junio de 2014 | e6d.es
• En Europa, las monarquías que lograron sobrevivir son las que se adaptaron a la democracia



La abdicación de la Corona por el rey Juan Carlos ha sido considerada un hecho singular y, sin duda, lo es. Sin embargo, su singularidad no reside en que sea poco habitual. La Monarquía española se caracteriza por el alto número de abdicaciones desde la ruptura liberal con el absolutismo, allá por los años treinta del siglo XIX. Desde entonces, con la excepción de Alfonso XII, que murió a los 27 años, todos los demás monarcas españoles han abdicado. Isabel II lo hizo en 1870, Amadeo de Saboya en 1873 y Alfonso XIII hizo cesión de sus derechos dinásticos en 1941.
Para ser un país que durante mucho tiempo ha sido considerado como “esencialmente monárquico” son muchas abdicaciones. Para ser un país “naturalmente republicano” son también muchas las restauraciones. Ambas cosas tienen poco que ver con una singularidad española fatal y cainita a la luz de la cual se debe explicar la situación actual. Más aún, la dicotomía entre una institución esencialmente arcaica y reaccionaria (la monarquía) y otra esencialmente moderna y progresista (la república) fue y sigue siendo demasiado simplista.
A diferencia de lo que ocurrió en América —donde la república se identificó con democracias estables, pero también con dictaduras caudillistas e inestables—, en Europa la monarquía se mantuvo como una institución central en la consolidación del liberalismo y en la construcción de los nuevos Estados-nación en el siglo XIX. Una fuerza política y cultural de integración a la que ninguna de las naciones de Europa quería renunciar y que, contra todo pronóstico, demostró su flexibilidad para adaptarse (o ser adaptada). Y digo “ser adaptada” porque en toda Europa existió siempre una tensión estructural entre los Parlamentos y la resistencia de los reyes a perder prerrogativas. El momento de ruptura clave se produjo en la Primera Guerra Mundial, y durante los años treinta del siglo XX, cuando el problema ya no era la construcción del Estado-nación liberal, sino las formas posibles de resolver el acceso de las masas a la política; es decir, el tránsito a la democracia o la opción por regímenes no democráticos como el comunismo o los fascismos. Las monarquías que lograron sobrevivir fueron las que resistieron la tentación autoritaria y evolucionaron para adaptarse a la democracia y serle útil como un nuevo mecanismo de integración y estabilidad simbólica, despojado de todo poder político efectivo.
Ésa es la problemática histórica desde la hay que analizar la abdicación de Juan Carlos I. Cualquier identificación de la misma con el pasado, o del Rey actual con algún monarca del siglo XIX es forzada, inexacta e inútil para el análisis honesto de lo que está pasando. Otra cosa es que no se puedan extraer lecciones de la Historia. Por ejemplo, la de que todos los finales traumáticos de los reinados anteriores —con la excepción del de Amadeo de Saboya— fueron producto de la implicación del monarca en sistemas políticos anquilosados, carcomidos por la corrupción e incapaces de lograr mecanismos de integración pacífica de las demandas de representación de la ciudadanía.
El caso de Isabel II, la primera reina constitucional, es una buena muestra de ello. Los dos grandes vicios isabelinos fueron el capricho personal en el nombramiento y cese de los Gobiernos y el exclusivismo de un solo partido (el moderado) que se negó a socializar la institución, excluyendo del poder al otro gran partido monárquico, el progresista. El resultado, letal para los propios liberales moderados, fue permitir un grado de autonomía enorme a la Corona y a los círculos de poder extraparlamentarios. Cuando esa situación se hizo insostenible, el liberalismo acabó por no encontrar otra salida que la que había intentado evitar: la revolución. En 1868, Isabel II salió para el exilio pero aún tardó dos años en abdicar. Se resistió a ello cuanto pudo y tan sólo lo hizo, de forma precipitada e improvisada, temerosa de revelaciones escandalosas de su marido y ante la presión de Napoleón III, que buscaba neutralizar la entronización en España de Leopoldo de Hohenzollern, lo que acabó siendo el detonante de la guerra franco-prusiana. En todo caso, la abdicación abrió el camino para los monárquicos alfonsinos que iban reorganizándose en torno a Cánovas de Castillo. El autor de este texto es Isabel Burdiel. Leer artículo completo y ver hilo de debate en elpais.com.