Los problemas de salud mental en Gaza aumentan significativamente desde la guerra de 2014

Jueves, 6 de julio de 2017 | e6d.es
• "Todavía tengo pesadillas. Cada vez que me acuerdo, siento pánico. La gente me da miedo"

Sus ojos, clavados en el suelo. Sus pensamientos, muy lejos de aquella sombría sala de espera. En su joven rostro se lee el cansancio infinito de la desesperanza. Iman permanece inmóvil, como si su vida se hubiera detenido aquel día de agosto de 2014. "Me hirieron en la guerra, en el brazo y en las piernas. Fue delante de mi casa, en los bombardeos", me cuenta la muchacha con un hilo de voz.
Después de casi tres años y una operación en Turquía, esas heridas parecen curadas; pero las invisibles la persiguen día y noche:  "Todavía tengo pesadillas. Cada vez que me acuerdo, siento pánico. Ya no me gusta salir, ni quiero que me vean. La gente me da miedo. Ya no soy la misma”, musita en frases entrecortadas que cuesta arrancar de sus finos labios.
Iman tiene 22 años, pero su rostro angelical la hace parecer una adolescente. No alcanzo a imaginar su dolor hasta que su tía Nura revela la magnitud de la tragedia: “Los bombardeos mataron a su madre y a sus dos hermanos”. La mirada de Iman vuelve a perderse en el infinito.
Estamos en el Centro de Salud Mental de la Comunidad de Rafah, en el Sur de la Franja de Gaza. En la austera consulta que nos han dejado para la entrevista, sólo estamos Iman, su tía Nura, Amany –psicóloga de Médicos del Mundo- y yo; pero a la joven parece dolerle cada palabra. “Ya no llora. Es como si no aceptara la muerte de su madre. Se quedó en estado de ‘shock’ y no logra reaccionar”, añade su tía.
Los problemas de salud mental han aumentado significativamente desde la última guerra de 2014. Sólo en este centro tratan unos 4.000 casos. La devastación que dejó tras de sí la última operación militar israelí ha agravado los problemas económicos de una sociedad asfixiada por diez años de un bloqueo que impide la libre circulación de personas y de bienes.
Después de casi tres años y una operación en Turquía, esas heridas parecen curadas; pero las invisibles la persiguen día y noche:  "Todavía tengo pesadillas. Cada vez que me acuerdo, siento pánico. Ya no me gusta salir, ni quiero que me vean. La gente me da miedo. Ya no soy la misma”, musita en frases entrecortadas que cuesta arrancar de sus finos labios. Iman tiene 22 años, pero su rostro angelical la hace parecer una adolescente. No alcanzo a imaginar su dolor hasta que su tía Nura revela la magnitud de la tragedia: “Los bombardeos mataron a su madre y a sus dos hermanos”. La mirada de Iman vuelve a perderse en el infinito. Estamos en el Centro de Salud Mental de la Comunidad de Rafah, en el Sur de la Franja de Gaza. En la austera consulta que nos han dejado para la entrevista, sólo estamos Iman, su tía Nura, Amany –psicóloga de Médicos del Mundo- y yo; pero a la joven parece dolerle cada palabra. “Ya no llora. Es como si no aceptara la muerte de su madre. Se quedó en estado de ‘shock’ y no logra reaccionar”, añade su tía. Los problemas de salud mental han aumentado significativamente desde la última guerra de 2014. Sólo en este centro tratan unos 4.000 casos. La devastación que dejó tras de sí la última operación militar israelí ha agravado los problemas económicos de una sociedad asfixiada por diez años de un bloqueo que impide la libre circulación de personas y de bienes.
La situación en Gaza es acumulativa, los problemas se van sumando: el bloqueo, las guerras, la división interna… La gente no puede hacer planes ni ve un futuro para sus hijos. No hay oportunidades de encontrar trabajo en Gaza. Y tampoco se puede salir de aquí. Hay una especie de malestar colectivo, falta de esperanza y pesimismo”, me explica Assia Kebir, psicóloga clínica de Médicos del Mundo
Desde el Centro de Salud Mental de Rafah, la enfermera de psiquiatría Fatmah Abu Akar coincide en el diagnóstico: “La situación empeora con el tiempo. Cada día hay más adicciones entre los jóvenes. La falta de futuro y los problemas económicos hacen que se intenten evadir de una realidad cada vez más oscura. Entre ellos, aumentan los casos de depresión, ansiedad y estrés postraumático”.
En esa oscuridad y desesperanza parece que está sumida la joven Iman. Recurro a mis conocimientos básicos de árabe para acercarme a ella. Le cuento que vengo de la otra orilla de su mismo mar y que, como periodista, yo también viví el horror de aquella guerra. Por fin, Iman empieza a soltar lastre: “Estaba estudiando para ser auxiliar de clínica. Ahora vivo con mis abuelos, que son muy estrictos conmigo. Quiero acabar mis estudios; pero los he tenido que abandonar, porque mis abuelos prefieren que me quede en casa”. Su mirada se vuelve a perder entre las baldosas.
En la conservadora sociedad de Rafah, los hijos que pierden a su madre suelen quedar al cuidado de los abuelos paternos. Después de la guerra, Iman no sólo tiene que afrontar el duelo de la pérdida: sobre ella también cae, como una losa, el peso de una tradición que la asfixia y que dificulta aún más su recuperación.
Iman recibía tratamiento en este centro de salud mental. Reconoce que se sentía mejor; pero dejó de venir por miedo a que lo descubrieran en su entorno. Su tía la acompaña a escondidas del resto de la familia: “La sociedad las estigmatiza. Creen que están locas. Pero sólo quien lo vive sabe lo que siente, nadie más”, nos explica Nura. Y se dirige a su sobrina con un gesto que no necesita traducción: “Que lo que te digan te entre por un oído y te salga por el otro”.
“Hay un estigma con todas las enfermedades y trastornos mentales. La tradición y la religión influyen mucho”, corrobora la enfermera psiquiátrica Fatmah Abu Akar. Desde este centro de salud mental, han empezado a trabajar con familias para explicarles la importancia de tratar los problemas mentales. Fatmah reconoce que es difícil vencer el estigma, pero “del desierto se pueden recoger flores”, me dice, irradiando una fuerza contagiosa.
Con la complicidad de su tía, Iman ha reunido fuerzas para volver a la terapia psicológica: “cuando vengo, se sientan y hablan conmigo, y eso me ayuda”, me cuenta. La cojo de la mano y le digo que es una chica fuerte y que todos, aunque seamos fuertes, necesitamos ayuda. Sus ojos se encienden con una sonrisa, capaz de iluminar la noche más oscura.
En este centro de Rafah, hay un trabajador social que entiende mejor que nadie el sentimiento de Iman: Sobhi Farhat perdió a su único hijo varón en un bombardeo aquel verano de 2014. Tenía la edad de Iman, 22 años. “Mahmud estaba arreglando la instalación eléctrica en casa cuando Israel bombardeó nuestro hogar. La casa se hundió encima de él. Intento ser fuerte; pero sólo yo sé lo que sufro”, me confiesa.
Nada más enterrar a su hijo, Sobhi corrió a la escuela refugio de la ONU para explicar a la gente cómo protegerse de los bombardeos. Y hoy sigue ayudando desde el Centro de Salud Mental de Rafah:
Desde el Centro de Salud Mental de Rafah, la enfermera de psiquiatría Fatmah Abu Akar coincide en el diagnóstico: “La situación empeora con el tiempo. Cada día hay más adicciones entre los jóvenes. La falta de futuro y los problemas económicos hacen que se intenten evadir de una realidad cada vez más oscura. Entre ellos, aumentan los casos de depresión, ansiedad y estrés postraumático”. En esa oscuridad y desesperanza parece que está sumida la joven Iman. Recurro a mis conocimientos básicos de árabe para acercarme a ella. Le cuento que vengo de la otra orilla de su mismo mar y que, como periodista, yo también viví el horror de aquella guerra. Por fin, Iman empieza a soltar lastre: “Estaba estudiando para ser auxiliar de clínica. Ahora vivo con mis abuelos, que son muy estrictos conmigo. Quiero acabar mis estudios; pero los he tenido que abandonar, porque mis abuelos prefieren que me quede en casa”. Su mirada se vuelve a perder entre las baldosas. En la conservadora sociedad de Rafah, los hijos que pierden a su madre suelen quedar al cuidado de los abuelos paternos. Después de la guerra, Iman no sólo tiene que afrontar el duelo de la pérdida: sobre ella también cae, como una losa, el peso de una tradición que la asfixia y que dificulta aún más su recuperación. Iman recibía tratamiento en este centro de salud mental. Reconoce que se sentía mejor; pero dejó de venir por miedo a que lo descubrieran en su entorno. Su tía la acompaña a escondidas del resto de la familia: “La sociedad las estigmatiza. Creen que están locas. Pero sólo quien lo vive sabe lo que siente, nadie más”, nos explica Nura. Y se dirige a su sobrina con un gesto que no necesita traducción: “Que lo que te digan te entre por un oído y te salga por el otro”. “Hay un estigma con todas las enfermedades y trastornos mentales. La tradición y la religión influyen mucho”, corrobora la enfermera psiquiátrica Fatmah Abu Akar. Desde este centro de salud mental, han empezado a trabajar con familias para explicarles la importancia de tratar los problemas mentales. Fatmah reconoce que es difícil vencer el estigma, pero “del desierto se pueden recoger flores”, me dice, irradiando una fuerza contagiosa. Con la complicidad de su tía, Iman ha reunido fuerzas para volver a la terapia psicológica: “cuando vengo, se sientan y hablan conmigo, y eso me ayuda”, me cuenta. La cojo de la mano y le digo que es una chica fuerte y que todos, aunque seamos fuertes, necesitamos ayuda. Sus ojos se encienden con una sonrisa, capaz de iluminar la noche más oscura. En este centro de Rafah, hay un trabajador social que entiende mejor que nadie el sentimiento de Iman: Sobhi Farhat perdió a su único hijo varón en un bombardeo aquel verano de 2014. Tenía la edad de Iman, 22 años. “Mahmud estaba arreglando la instalación eléctrica en casa cuando Israel bombardeó nuestro hogar. La casa se hundió encima de él. Intento ser fuerte; pero sólo yo sé lo que sufro”, me confiesa. Nada más enterrar a su hijo, Sobhi corrió a la escuela refugio de la ONU para explicar a la gente cómo protegerse de los bombardeos. Y hoy sigue ayudando desde el Centro de Salud Mental de Rafah: "Entiendo perfectamente cómo se sienten y cómo sufren. Yo he pasado por lo mismo, sé lo que es perder a un hijo y siento que les puedo ayudar desde mi propia experiencia. Y como trabajador social, conozco bien las necesidades de la gente"
Sobhi ha acudido a un taller de Médicos del Mundo en la ciudad de Gaza. “El personal sanitario que trabaja a diario con pacientes con problemas mentales también necesita ayuda”, les recuerda Beatriz Martínez, psiquiatra española del Hospital Niño Jesús de Madrid, que trabaja con menores con casos de autismo y otras enfermedades mentales.
Antes de su intervención, el psiquiatra Youssef Awdallah, director del Centro de Rafah, ha expuesto su último caso, hace un par de días: un niño volvió a orinarse encima por la noche como consecuencia del estrés postraumático. En el proyector, muestra dibujos hechos por niños: bombardeos, casas destruidas, familias que lloran… Cuando les dan papel y lápices, todos pintan escenas de guerra. Si les ofrecen piezas de construcción, la mayoría intenta construir una casa.
El doctor Awdallah describe los problemas más comunes que han encontrado entre niños y adolescentes en la ciudad de Rafah: fobia, falta de concentración, agresividad, estrés postraumático, incapacidad para controlar esfínteres, dificultades de aprendizaje, insomnio, aislamiento, autismo, problemas de habla, autolesiones… Su lista resulta dolorosa e interminable.
Los niños gazatíes han vivido tres guerras en menos de seis años. Necesitan recuperar la seguridad… y una infancia que les arrebata cada nueva intervención militar.
Para tratar tantos traumas, hay que empezar por un buen diagnóstico. Por eso, en este taller, la doctora Martínez explica al personal sanitario cómo detectar trastornos o enfermedades mentales en bebés, niños y adolescentes. Se trata de proporcionarles más herramientas que les puedan ayudar en su trabajo diario. Pero esta actividad organizada por Médicos del Mundo con dos centros de salud mental de la Franja también tiene otra finalidad: ayudar a quienes ayudan, un granito de arena para una población que necesita más que nunca recuperar la esperanza.
Sobhi ha acudido a un taller de Médicos del Mundo en la ciudad de Gaza. “El personal sanitario que trabaja a diario con pacientes con problemas mentales también necesita ayuda”, les recuerda Beatriz Martínez, psiquiatra española del Hospital Niño Jesús de Madrid, que trabaja con menores con casos de autismo y otras enfermedades mentales. Antes de su intervención, el psiquiatra Youssef Awdallah, director del Centro de Rafah, ha expuesto su último caso, hace un par de días: un niño volvió a orinarse encima por la noche como consecuencia del estrés postraumático. En el proyector, muestra dibujos hechos por niños: bombardeos, casas destruidas, familias que lloran… Cuando les dan papel y lápices, todos pintan escenas de guerra. Si les ofrecen piezas de construcción, la mayoría intenta construir una casa. El doctor Awdallah describe los problemas más comunes que han encontrado entre niños y adolescentes en la ciudad de Rafah: fobia, falta de concentración, agresividad, estrés postraumático, incapacidad para controlar esfínteres, dificultades de aprendizaje, insomnio, aislamiento, autismo, problemas de habla, autolesiones… Su lista resulta dolorosa e interminable. Los niños gazatíes han vivido tres guerras en menos de seis años. Necesitan recuperar la seguridad… y una infancia que les arrebata cada nueva intervención militar. Para tratar tantos traumas, hay que empezar por un buen diagnóstico. Por eso, en este taller, la doctora Martínez explica al personal sanitario cómo detectar trastornos o enfermedades mentales en bebés, niños y adolescentes. Se trata de proporcionarles más herramientas que les puedan ayudar en su trabajo diario. Pero esta actividad organizada por Médicos del Mundo con dos centros de salud mental de la Franja también tiene otra finalidad: ayudar a quienes ayudan, un granito de arena para una población que necesita más que nunca recuperar la esperanza.
En la mente de los gazatíes –dos millones de niños y adultos- pesan las guerras, la violencia, medio siglo de ocupación, diez años de bloqueo, las 20 horas al día sin electricidad, la falta de agua potable, la pobreza, la ausencia de libertad… La ONU ya ha advertido de que, si no se actúa, la situación humanitaria de la Franja será insostenible en el año 2020. Gaza necesita tener futuro, vislumbrar en el horizonte un faro que la saque de la oscuridad.
Yolanda Álvarez | Médicos del Mundo