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 21/07/2016

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¿La ciencia es infalible?

La ciencia es hija de su tiempo, hecho que implica que sus resultados se encuentren condicionados por los estandartes de cada época


La ciencia, como el resto de saberes, tiene un método (hipotético – deductivo) y en él residen sus fortalezas y sus debilidades. La ciencia se caracteriza por ser empírica, es decir, debe observar los fenómenos que se pretenden estudiar; después deberá formular una hipótesis; y finalmente, tras haber llevado a cabo la experimentación adecuada, se debe llegar a conclusiones que sean falsables, o sea que no puedan refutarse con otro ejemplo. Esto último es lo que se entiende como verificación.
El método actual es relativamente reciente, ya que pertenece al siglo XIX, aunque ha tenido un largo desarrollo histórico. Es posible encontrar ciertos antecedentes de métodos científicos por ejemplo en el empirismo de Aristóteles. De esa manera, los avances científicos, a lo largo de la historia, han contribuido a mejorar sensiblemente la calidad de vida de las personas. No obstante, es importante plantear un dilema que ha acompañado siempre a esta disciplina, pero al que no se le suele atribuir importancia en demasía. Hay que tener en cuenta que la ciencia es hija de su tiempo. Este hecho implica que sus resultados se encuentren condicionados por los estandartes de cada época. Este aspecto inherente a otras tantas disciplinas cobra una especial relevancia, ya que la ciencia, y no tanto otros saberes, somete a la sociedad a sus conclusiones. Los descubrimientos científicos a menudo se observan desde la lejanía como hechos incuestionables a los que hay que obedecer, pues son fruto de la ciencia. Y esto se torna un auténtico problema cuando detrás de la producción científica se agrupan intereses económicos, políticos o de contención. En cualquier caso hay dos ejemplos históricos de peso que sirven para ilustrar este problema.
La Antigua Grecia nos sirve nuevamente de escenario para el primer ejemplo. Es conocido que la materia está hecha de átomos, si pudiéramos aprehender una molécula de agua observaríamos como tiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Precisamente, el concepto de átomo fue enunciado en la Antigua Grecia, y evidentemente no se pudo hacer a través de ningún método científico parecido al actual sino a través de la reflexión filosófica. Leucipo cuestionó la idea de que una materia pudiera dividirse en trozos más pequeños indefinidamente, opinaba que llegaría un momento en que no sería posible continuar con la división. De esta manera, su discípulo Demócrito acuñó el término de “átomo” que significa indivisible, y lo aplicó a aquellas partículas que ya no podrían dividirse en otras más pequeñas. Asimismo, enunció que la
materia está formada de átomos y que éstos eran diferentes en cada elemento.
Aristóteles, curiosamente, rechazó esta idea por parecerle paradójica (no hay que olvidar como él era partidario de la teoría de los cuatro elementos). Es reseñable, e importante en este trabajo, que fuera precisamente uno de los griegos más empíricos el que se equivocara. Este hecho condicionó inexorablemente que la ciencia posterior desechara la idea de átomo y solo la retomara dos mil años después. Así que, pese que Demócrito fuera un auténtico visionario, su reflexión fue condenada al ostracismo durante años porque no encajaba con el paradigma intelectual de esa sociedad.
Sin embargo, la historia de la ciencia alberga otro sorprendente capítulo acerca de una teoría que causó furor, aproximadamente durante 100 años, hasta que fue refutada. Me refiero a la teoría del flogisto. En 1669, Johann Joachin Becher trató de buscar una explicación racional de la antigua visión griega del porqué arden los objetos. De esta manera, Becher y George Ernast Stahl (este último mediante sus revisiones) enunciaron que los objetos ardían porque tenían una cantidad determinada de flogisto, la cual iba consumiéndose durante la combustión, motivo por el que un objeto quemado no podía volver a arder. Los creadores de esta teoría sostuvieron que el aire no resultaba decisivo en todo este proceso, correspondiéndole a lo sumo un papel transportador. Era una explicación convincente, pero sus autores no consiguieron explicar porqué ciertos metales al someterse a este proceso ganaban peso, mientras que las cenizas restantes de la madera lo perdían, lo que por otra parte, en este último caso, era lo esperado puesto
que su cantidad de flogisto era menor. A pesar de esa carencia la teoría gozó de una relativa larga vida, hasta que Antoine Lavoiser (casi un siglo después) dio con la solución: los objetos arden en combinación con el oxígeno presente en el aire, y las variaciones de peso se deben sencillamente a alteraciones en la materia. En el caso de los metales porque su calcinación absorbe aire.
Estos dos ejemplos expresan como en su tiempo también hubo verdades que nadie negaba por ser científicamente incuestionables. No es tanto una cuestión de crítica dirigida hacia el método actual, pues obviamente todavía no existía, sino más encaminada a cuestionar una posible divinización de la ciencia. Es cierto que hay que reconocer que fue la propia ciencia la que se corrigió, pero ello no contradice la idea de
que incluso la ciencia más objetiva está sometida a influencias y modas, puesto que ésta es un reflejo de la sociedad en la que se desarrolla. De modo que, en ocasiones, aún habiéndose equivocado, la ciencia ha impuesto sus condiciones, lo que hace necesario que observemos esta disciplina desde una perspectiva crítica.
Juan Carlos Calomarde

Capítulo del trabajo "A la ideología dominante la llamamos ciencia (y otros problemas del positivismo)".
 
* Juan Carlos Calomarde es colaborador de El Seis Doble. Su espacio, aquí.
* Juan Carlos Calomarde es autor del blog "
Razón y política 2.0".




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