Fregota – Cuento infantil de Eva Borondo

Sábado, 2 de noviembre de 2013 | e6d.es
• “Amelia creía que la felicidad duraba para siempre, que su mundo de alegría nunca se terminaría y que todos los sábados pasearía por el campo con sus papás olisqueando flores…”

Érase una vez una niña muy feliz que se llamaba Amelia. Le gustaba jugar y bailar sobre todas las cosas en el mundo, pero todavía había algo más que le encantaba: inspeccionar bichillos cuando salía al campo con sus padres. Ese acontecimiento ocurría los fines de semana cuando hacía buen tiempo. Miguel y Lucía metían a Amelia en el coche y escapaban de la ciudad gris para disfrutar del aire fresco y limpio que le ofrecían los montes, los pinares y alcornocales, las riberas de los riachuelos y las margaritas, el romero y la jara.
Casi siempre comenzaban el día con un largo paseo que les abriera el apetito y luego descansaban en algún lugar tranquilo a comer para, después, hacer la vuelta a casa con una sonrisa pegada en sus caras y unos ojos de sueño.
Junto a sus padres Amelia aprendía los nombres de los insectos, de los pájaros, de las flores, de los árboles y de sus frutos. A veces se pasaba un buen rato observando una larga fila de hormigas en su ir y venir al hormiguero; otras veces se quedaba quieta al lado de un charco para escuchar el croar de un rana; y otras veces observaba el aleteo frágil de una mariposilla moteada o el lento paseo de un caracol baboso.
Papá y mamá le enseñaron a amar la naturaleza y todas las formas de vida, desde la más pequeñita a la más grande, tanto a plantas como a animales, a cuidar las zonas verdes para que no se convirtieran en lugares grises, como la cementera ciudad que habitaban.
Y así, sin pensarlo, Amelia creía que la felicidad duraba para siempre, que su mundo de alegría nunca se terminaría y que todos los sábados pasearía por el campo con sus papás olisqueando flores, mojando sus manitas en agua y barro, agitando ramas, recogiendo castañas y descubriendo hormigueros gigantes.
Pero hubo un día sin vuelta atrás en que su mundo se desmoronó, desapareció para siempre. Fue el día en que su madre murió por una enfermedad inesperada. Entonces ya todo cambió para ella. Su padre dejó de hablar y de moverse. Pasaba las horas pegado al televisor pues se sentía tan triste que era incapaz de levantar el mundo que tenían antes. Amelia lloraba sola en su cuarto, lloraba con su abuela y con sus primas, en el colegio también lloraba, pero pasaron los días y ya no lloraba tanto, solo en ocasiones en las que la visitaba la melancolía.
Echaba de menos los días de campo y sentía que ella, como su ciudad, se iba volviendo gris también. A su papá ya no lo veía nunca y se pasaba las tardes con su abuela, tomando chocolate y galletas y leyendo libros de plantas y animales que atrapaba de las estanterías.
Amelia quedaba asombrada por la cantidad de plantas y animales que existían en el mundo porque ella solo había visto unos pocos en sus excursiones al campo con sus padres. Pronto descubrió que algunos animales solo vivían en algunas regiones del planeta y empezó a desear en su corazón poder viajar y verlos con sus propios ojos. Así un día le dijo a su abuela:
De mayor voy a ser fotógrafa de esta revista- y le enseñó la portada del Nacional Geographic.
Su abuela le sonrió, le dio un beso en la cara y le dijo:
- Serás lo que quieras ser, mi amor.
Amelia pensó que para los Reyes Magos se pediría una cámara de fotos digital y le diría a su papá que la volviera a llevar al campo.
Cuando llegó el día de Reyes, Amelia recibió como regalo su mayor deseo, una cámara fotográfica, pero su padre empezaba a estar muy ocupado también los fines de semana, por lo que tendría que tener paciencia si es que quería que él la llevara.
Pasaron los sábados y su padre no estaba nunca en casa y tampoco la llevaba de excursión, así que solo podía hacer fotos por la ventana de su casa, lo que era realmente aburrido. Excepto gorriones, palomas, gatos y perros, poco más podía fotografiar.
Un sábado más llegó y volvió a acercarse a su padre para que la llevara al campo, pero él le dijo que ese día no podrían ir a ningún lado porque quería que conociera a una amiga suya, Justina, y a sus tres hijos.
Así, pues, papá y Amelia pasaron la mañana juntos en la cocina preparando unos platos y untando patés, gratinando bandejas, y decorando dulces. La verdad, pensó que había sido un día divertido, aunque no hubiera ido al campo, porque se lo había pasado bomba con papá y hasta lo había visto reír en algún momento.
Cuando al fin llegaron Justina y sus hijos la mesa estaba toda preparada y los platos calientes y jugosos para comer, por lo que ambos quedaron satisfechos de su trabajo.
Amelia quiso invitar a los chicos a su cuarto para que conocieran sus juguetes y quería enseñarle todas las fotos que tenía, pero los tres la miraron con desprecio y dijeron al unísono:
-Nosotros no jugamos con chicas.
Y así de panchos se quedaron y Amelia no entendía que querían decir, porque ella en el colegio jugaba con los demás niños y ninguno nunca le dijo tal bobada.
En ese momento, Amelia empezó a contar uno a uno todos los minutos para que esos tres idiotas salieran de su casa y no volvieran a entrar nunca más, pero aunque ese día se marcharon volvieron otros sábados más y su padre nunca podía llevarla al campo. Sin embargo la peor noticia de todas fue cuando su padre un día dijo que se irían a vivir a otro lugar más grande en una casa con Justina y sus hijos. ¿Era posible que le hicieran eso? ¿Por qué su padre quería que viviera con esos niños tan idiotas que no querían jugar con ella?
Como todo en la vida, el día de cambiar de casa llegó y junto a eso, un montón de cosas dejaron de ser como eran antes.
Mientras su padre trabajaba, Justina le pedía a Amelia que hiciera todas las camas de la casa y que fregara los platos, pues entre ellas debían repartirse las faenas del hogar ya que eran las mujeres.
- ¿Cómo?
- Ay niña, no sabes hacer nada. Tu madre no te enseñó y ahora tengo que cargar contigo.
Ahora os daréis cuenta de cómo se tuvo que sentir Amelia en esos horribles días cuando veía a los tres hermanastros jugar, leer y divertirse mientras ella tenía la obligación de hacer todos los cuidados de la casa por el simple hecho de ser “mujer”.
Así que un día en el que se encontraba realmente cansada cogió unas tijeras y frente al espejo del cuarto de baño se cortó la melenita que tenía y se dejó el pelo tan corto como sus hermanastros. Fue al comedor y les dijo:
- Ya no soy una niña.
Mientras Justina se llevaba horrorizada las manos a la cabeza, los chicos empezaron a reírse y a repetirle:
- Fregota, cállate la boca.
Amelia empezó a enrojecer y sintió dentro de sí algo que jamás había sentido antes, una indignación tremenda y una furia que la cegaba, pero tenía tanta pena dentro que no pudo hablar, se marchó a llorar al cuarto de tal manera que parecía que se fuera a ahogar.
Desde ese día sus hermanastros la llamaban Fregota y su padre no sabía nada de eso porque se pasaba todo el día fuera trabajando.
Los días se le hacían tremendamente largos a Amelia cuando no estaba su padre, al que solo veía los fines de semana y tenía que compartir con la nueva familia.
La mejor parte del día era la que pasaba en el colegio con sus amigos, porque allí no había diferencias y ella podía hablar y jugar con los demás niños de manera normal. Jugaban al fútbol, al baloncesto, a dibujar, al escondite, a contar cuentos, a la comba, etc, y en todas esas actividades los niños y las niñas jugaban juntos y se lo pasaban fenomenal.
Sin embargo, cuando volvía a casa con los que ya eran su nueva familia, tenía que abandonar los libros en un rincón y ponerse el delantal ya que todo el tiempo debía dedicarse a la limpieza del hogar.
Cuando papá llegaba muy tarde, ya a la noche, Amelia se lanzaba corriendo a hablar con él, pero Justina le paraba los pies y la mandaba a recoger la ropa tendida de fuera o a vigilar una olla en la cocina, a preparar un cacharro con agua para lavar prendas, o cualquier otra tarea que no le permitiese acercarse a su padre.
Luego en la mesa Justina nunca la dejaba hablar porque decía que era una impertinencia que los niños hablaran comiendo y cuando terminaban de comer su madrastra la mandaba derechita a la cama porque, según ella, “era muy tarde”.
En esa triste vida pasaba los días Amelia, soñando con su mamá y los días felices de campo, con el amor de sus padres y la libertad de jugar y leer libros de naturaleza.
Un día, al salir de clase, vio colgado en un panel de corcho un papel con un dibujo grande de una cámara de fotos. Le llamó la atención. Se paró a leer el cartel. Se anunciaba un certamen de fotografía patrocinado por una revista prestigiosa en la que concursaban todos los alumnos de todos los colegios de la ciudad. El ganador a la mejor fotografía recibiría como premio la Tecnoimagen, una magnífica cámara de última generación capaz de conseguir efectos impresionantes de altísima calidad.
Amelia quería presentarse al concurso y quería ganar, pero necesitaba hacer fotos bonitas en lugares bonitos y si no iba al campo jamás podría hacer nada. Al menos eso creía, hasta que oyó un día de su profesora de lengua una frase especial. Dijo algo así como que la belleza se puede encontrar en todas partes y está en los ojos de quien mira, “o de quién enfoca”, pensó.
Sus hermanastros se enteraron del concurso también y el mayor le cogió la cámara de su cuarto, dijo “todas las cosas son de todos” y empezó a hacer fotos sin ton ni son, sin juicio ni gusto y los otros también querían, así que todos los días se armaba una buena discusión por la cámara de Amelia.
¿Y cuáles eran los momentos buenos para que Amelia hiciera fotos si la tenían fregando en casa hasta la hora de dormir? Pues sólo en el recreo del cole y la verdad es que no podía salir del centro, pero si la belleza estaba en todas partes también tendría que estar allí, necesariamente.
Así que durante el descanso de las clases dejaba de jugar con sus amigos y se sentaba en un escalón para buscar la belleza con su cámara. No era cosa fácil porque la belleza es algo poco común obligatoriamente, pensaba Amelia, si fuera tan común no llamaría la atención y si no llamara la atención no podría ser hermoso.
Durante varios días fue encontrando escenas maravillosas que fotografiar y fue capturándolas en secreto sin que nadie de su familia nueva lo supiera.
Tenía una foto en la que una oruga peludita, de esas que salen tras las primeras lluvias, abrazaba el capuchón perdido de algún bolígrafo; otra de una fila de hormigas que hacían un dibujo en el suelo de lo más raro en la operación “desguace de un trozo de pan”, que probablemente pertenecería a un bocadillo de algún niño; otra de la celebración de un gol de la clase de 1º A; otra de un extraño espectáculo de luz y nubes, otra de una familia de pajaritos en una alambrada.
Cuando tenía ya recopiladas veinte fotos las escondió en un doble fondo de un cajón y todas las noches, libre de las obligaciones diarias, imaginaba tener en sus manos la Tecnoimagen.
Y finalmente llegó el día en el que se entregaba el premio a la mejor fotografía. Se celebraría en el colegio, a las seis de la tarde y Amelia no dejaba de contar las horas mirando el reloj para poder asistir.
A las cuatro Justina estaba en la habitación de sus hermanastros vistiéndolos y peinándolos, mientras ellos hacían poses de ganadores frente al espejo y se peleaban y hacían muecas de burla.
Amelia se vistió sola en el cuarto y cuando salió al salón de la casa no vio a nadie. Un extraño silencio la embargaba. Demasiado silencio.
Entró una a una por todas las habitaciones de la vivienda y no veía ni a papá ni a Justina ni a sus tres horribles hermanastros. Los llamó con un grito en un último intento de no saberse sola y en ese justo momento escuchó el motor del coche de papá. Corrió a la ventana a mirar y, en efecto, toda la familia estaba dentro del coche y se dirigía al colegio. ¡Fenomenal! Se habían olvidado de ella. ¿Cómo era posible?
Salió a la puerta y divisó el coche a lo lejos. Antes de perderlo de vista en la lejanía, todavía tenía cierta esperanza de que cayeran en la cuenta de que la habían dejado en casa, pero nada. Así que Amelia lloró en la puerta como un perrito abandonado un día de Navidad. Sin coche y tan lejos del cole, ya no podría participar en el concurso.
Pero Amelia no se rendía tan fácilmente, pues ella tenía bastante carácter, así lo demostró el día que se cortó su pelito para hacer frente a Justina. Decidió volver a casa y llamar a su abuela y contarle su situación.
A la media hora su abuela llegaba en un taxi para recogerla y llevarla al concurso. Amelia se puso tan feliz que se comió de dos bocados el dulce de calabaza que le había traído para que merendara.
Al llegar a la entrada le dijo su abuela que no tardara, que dejara las fotos enseguida y que se viniera rápida al coche porque a las 7:00 tenía taller de encaje de bolillos y no podía faltar y si no estaba en el taxi en diez minutos, la dejaba allí y que la llevara de vuelta su padre.
Amelia estaba enfadada con su padre y no pensaba volver en el mismo coche con todos ellos, así que pegó una carrera hasta el interior del cole y cuando vio al encargado de recoger el material del concurso, le dio el sobre con las veinte fotos.
Inesperadamente oyó tras de sí una voz “Fregota”, que era más un grito. Sus hermanastros la habían descubierto y ya iban a chivarse a papá y a Justina, así que antes de que la pararan salió a todo correr por las escaleras hasta llegar al taxi de la abuela, con tan mala suerte que perdió uno de sus zapatos por el camino.
No daba tiempo a volver para recogerlo, así que se tiró volando hacia el interior del taxi y este salió a todo meter. Atravesando calles, plazoletas y rotondas, la abuela consiguió devolverla a casa antes de que llegara la familia.
Amelia se desvistió corriendo, se puso el pijama y a las siete de la tarde estaba comiendo pastel de calabaza y viendo la tele.
De repente sonó la cerradura de la puerta y se asustó de que hubieran llegado tan temprano, pero estaba únicamente su padre y llevaba en la mano su zapato. Se acercó llorando a ella y le dijo:
Amelita, perdóname mi niña. Siento haberme olvidado de ti. Estos días he tenido tanto trabajo que no sabía ni dónde estaba, ni la hora qué era y me he olvidado de lo más importante de mi vida, que eres tú. Perdóname, Amelita, no volverá a pasar. He venido para recogerte y para llevarte de vuelta. Todavía no han dado los premios. ¡Démonos prisa! Vístete rápido y vente conmigo.
Amelia estaba enfadada todavía, pero al ver tan triste a su padre se le quitó el enfado y se cambió de ropa de nuevo, se puso el zapato que él había recogido de la escalera y se montó en el coche con papá.
Amelia aprovechó que estaba a solas con su padre para contarle lo que le mandaba hacer Justina, lo mal que la trataba y lo injusto que eran sus hermanastros.
Miguel estaba tan sorprendido de todo lo que oía que no daba crédito. Pensaba que su hija estaba bien cuidada mientras él trabajaba fuera todo el día y le resultó muy triste descubrir que Justina lo había engañado. No quedarían así las cosas.
Al fin llegaron al colegio cuando todos los niños estaban saliendo de la sala de actos. Ella le preguntó a un chico pelirrojo, un poco tímido “¿Quién ha ganado el concurso?”. El chico le respondió que la ganadora era una niña que no había venido y que se llamaba Amelia, que había gustado mucho una fotografía en la que aparecían unos niños y niñas jugando a la comba.
Yo, yo, yo, soy yo- gritó Amelia desde el exterior, pero entrando rápidamente a contracorriente de toda la gente que estaba saliendo en ese instante. Ya dentro, fue directa al encargado de dar el premio y le dijo quien era.
Pues, chica, enhorabuena. Esta Tecnoimagen es tuya. Tienes muchas cualidades como fotógrafa. Espero que el día de mañana te conviertas en una gran profesional de la fotografía y podamos trabajar contigo en nuestra revista.
Amelia recogió la TecnoImagen con sus dos manitas pequeñas y olió el aparato. Olía a nuevo, a fotografía, a plástico, a metal, a sueños.
FIN
Eva Borondo