Entre horas, la vida - Relato literario de Eva Borondo

Domingo, 27 de abril de 2014 | e6d.es
• “En cuatro años se había acostumbrado a los horarios de la cárcel, a los compañeros y a la rutina general del lugar, pero no aceptaba la idea de perder su vida en ese castigo de encierro”

Patrick llegó a la cárcel con veinticinco años, después de haber matado al vigilante del banco que atracó sin haberse llevado finalmente ningún botín.
Sentado en el catre, su cuerpo se curvaba hacia delante y su pelo, que le llegaba por debajo de las orejas, se abría como un abanico japonés, dejando al descubierto un cigarro que colgaba de sus labios. Era el primero de los treinta siguientes años que le quedaban de condena y en ese rumiar de ideas, masticaba la culpabilidad con el visionado que su memoria le ofrecía del momento en que el vigilante salió de debajo de la mesa, en un ataque sin aviso.
En cuatro años se había acostumbrado a los horarios de la cárcel, a los compañeros y a la rutina general del lugar, pero no aceptaba la idea de perder su vida en ese castigo de encierro. El tema le obsesionaba mucho, de tal forma que soñó varias veces con la fuga, pero nada fue tan revelador como un sueño en el que una voz le decía que para recuperar los años de vida que perdiera allí debería procurar dormir el mayor tiempo posible y que esas horas le serían devueltas al salir de la cárcel.
Patrick comenzó a buscar horas de sueño en todos los momentos posibles: en el centro de juegos, en la biblioteca, en la sala de proyecciones, durante las horas de visita, en las que no recibía ninguna y en los días de fiesta.
Los compañeros no lo entendían y se burlaban, pero cuando advirtieron que las bromas no le afectaban, decidieron ignorarlo como si fuera un elemento más del decorado de prisiones. Sin embargo, algunos no cesaban de molestarlo y, un día que él descansaba sobre el suelo en la zona de jardines le empezó a dar patadas uno de los presos. Patrick se revolvió hacia sus piernas y le partió una rodilla. Tuvo que levantarse esa vez, pero ya nadie le molestó jamás.
Comprendió con desesperación que llegaban momentos en los que era incapaz de dormir por falta de cansancio y se levantaba fatigado. Así que quiso dedicarse a algún deporte que consiguiera agotarlo y poder conciliar el sueño con más facilidad.
El boxeo le gustaba porque le dejaba exhausto y muchas veces pasaba temporadas en el hospital, especialmente cuando desafiaba a los más bestias en combates en los que se apostaba dinero. Allí le administraban analgésicos en grandes dosis que lo mantenían en cama durante días.
El final de su condena llegó a los cincuenta y cinco años en los que no había vivido demasiado porque los había pasado en estado semivegetativo, pero durante este tiempo realmente había conseguido un aspecto más joven.
El primer día de libertad contactó con viejos amigos, el segundo planearon el atraco, el tercero asaltaron dos sucursales con armas de plástico, el cuarto cogió un avión a España y los días siguientes se dedicó a vivir de lo robado y de su profesión de boxeador.
Patrick murió a los sesenta y cinco años de un ataque al corazón y sus amigos, que conocían la historia, aseguraban en las importantes reuniones alrededor de una barra que el boxeador, en su último aliento, miraba sonriente por haber ganado diez años más.