Cita a las seis | Relato literario de Eva Borondo

Jueves, 6 de julio de 2017 | e6d.es
• “Un ascensor y unas escaleras. Terrible decisión. ¿Con qué elemento sería más veloz?”
Llegó a su cita con el dentista a las seis y cinco minutos. Pensó que había sido relativamente impuntual tratándose de una cita médica, pues consideraba que la puntualidad, en relación a encuentros comerciales (¿era sino otra cosa acudir a un dentista? Poner, perforar, extirpar, sellar o limpiar, etc. y luego pagar. Era así.) Debía entenderse como un acuerdo presencial antes de tiempo por mera diplomacia. No es que si llegara tarde a uno de estos encuentros, en cualquier caso, fuera a declararse una guerra, pero ya cedías un permiso a uno de los miembros para que tomara ventaja de cualquier medida. Especialmente los médicos, si llegabas tarde, tendían a posponerte ilógicamente (pues cualquier persona puede sufrir un “algo” que le haga perder unos minutos) al final de toda una lista interminable de citas que se traducía hasta 3 horas.
Así que cinco minutos tarde en el dentista era un fallo de compromiso.
Casi sudando llegó Anabel a la puerta de entrada y como si fuera a ganar una larga secuencia de minutos apretó largamente el botón del portero que ubicaba al odontólogo en la planta primera. Aguantando la respiración aguzaba el oído para escuchar entre el barullo del tráfico alguna voz desde el aparato. Sin embargo, sus expectativas quedaron mermadas por el sonido zumbador del mecanismo abridor de puertas.
Una vez dentro, en un descansillo vacío, algo fresco, oscuro y con olor a maderas viejas y humedades de cañería se permitió jadear mientras se limpiaba el sudor de la frente con la mano. El último minuto antes de llegar al portero electrónico había hecho un “sprint” para tratar de ser puntual, sin conseguirlo, como ya sabía en el fondo de su ser.
Un ascensor y unas escaleras. Terrible decisión. ¿Con qué elemento sería más veloz? ¿Con el mecánico, evolucionado y desarrollado, o con el natural, rápidamente accesible y espacioso? No lo pensó demasiado y pulsó el botón del ascensor. Una flechita luminosa e intermitente le indicaba, en una espera angustiosa, que el medio mecánico iba deslizándose hacia donde se encontraba, sólo que la fecha de salida y la de llegada quedaban en la imaginación del pasajero sumergiéndolo en una indefinida duda.
Impulsivamente consideró dejar el ascensor y asumió finalmente la opción desechada de las escaleras.
Cuando llegó al rellano, entre el bajo y el primer piso, escuchó el din-don del ascensor en la planta baja.
“Maldición”, pensó y, en un intento de vencer a la máquina, aceleró sus pasos hasta llegar a la puerta de entrada, que estaba entornada. Anabel la abrió completamente y vio a la secretaria tras su mesa; una rubita joven, la de siempre, que miraba indiferente a los pacientes y preguntaba robóticamente por el nombre y la compañía, para seguidamente mandarte a la sala de espera.
Anabel escogió un asiento cómodamente acolchado y bastante bien iluminado, cerca de las revistas. Algo así como la zona vip de las salas de esperas que habría sido recientemente abandonada por un paciente que ahora mismo estaría dentro de la consulta.
Entre las revistas que consultó para hojear observó las esperables “Hola”, “Semana”, “Quince minutos” y descubrió, como curiosidades, una revista mensual sobre decoración, un “National Geographic” y una exclusiva “Vogue”. Fue esta la que cogió y se encontró satisfecha al sentir el grosor y la calidad del papel. Pronto se aburrió sin embargo, pues anuncios y anuncios la hicieron perder el tiempo tontamente y sentirse tremendamente gorda, despeinada, mal vestida y falta de olor y de maquillajes flamantes. Con esa sensación de faltas y necesidades la revista la lleva directamente a George Clooney, una entrevista en la que el guapo actor declara que se separa de su novia actual y que tiene muchos proyectos cinematográficos en mente.
Anabel se arregla el pelo, como si lo tuviera realmente en frente, y suspira levemente. Como quien descubre un tesoro y espera encontrar más, pasa las páginas sin leerlas para ver si aparece otro guapo, se dedique a lo que se dedique, antes de entrar en la cámara de tortura del dentista que debía empastarle la última muela.
“Anabel Serrano”, pronuncia la rubita indiferente, “puede pasar”.
Con la tristeza de los que comen su último plato preferido o se despiden de sus seres queridos para emprender un gran viaje, Anabel deja sobre la mesita de la sala de espera a Rafa Nadal y sus músculos tostados.
Eva Borondo