Benito Soto, el último pirata

Viernes, 29 de marzo de 2013 | e6d.es
• “La canción del pirata”, de José de Espronceda, está dedicada a Soto, de cuya figura era admirador el célebre poeta

El de hoy es un personaje que por una de esas casualidades descubrí hace unos meses ojeando una enciclopedia en una biblioteca. Se podría considerar el último pirata del Atlántico. Poco se sabe de su vida, apenas nada, y ese poco puede que sea mezcla de leyenda y realidad.
Se llamaba Benito Soto, nacido en Pontevedra en un entrono de pobreza y no llegó a los 25 años (22 de marzo de 1805 - 25 de enero de 1830).
Benito era el séptimo hijo de una familia de catorce. Jamás aprendió a leer, pero se convirtió en un espabilado contrabandista al que a los dieciocho años de edad semejaron quedarle estrechas para sus correrías las aguas de la costa gallega. Embarcado rumbo a Cuba en ese momento se pierde la vista de sus andanzas hasta su reaparición, poco después, a bordo del ‘Defensor de Pedro’. A partir de entonces hay dos versiones de la vida de Benito Soto: en la primera la de que se trató siempre de un honrado marinero que por la necesidad y las circunstancias acabó combatiendo a corsarios enemigos y en la segunda que directamente actuó en barcos corsarios españoles contra buques de las repúblicas americanas. En cualquier caso, se da por seguro que navegó en buques negreros y tuvo más de un enfrentamiento armado, lo que le otorgó una notable experiencia en combates en el mar.
El hecho es que a finales de 1827, con sólo 23 años de edad, figura ya como segundo contramaestre del ‘Defensor de Pedro’, un bergantín de bandera brasileña con destino a África que tenía ‘patente de corso’ para ejercer la piratería contra toda aquella embarcación que se considerase enemiga del gobierno que lo había contratado. Esto significa que, aparte de la licencia corsaria, se trataba de un barco negrero cuya misión principal es embarcar esclavos en el continente negro para trasladarlos a América.
El 3 de enero de 1828, el ‘Defensor de Pedro’ fondea en el Cabo de San Pablo y el capitán, Pedro Mariz de Sousa Sarmento, y algunos miembros de confianza de su tripulación abandonan el buque intuyendo que a bordo se estaba gestando un motín. Asume la responsabilidad del mando el teniente de la Armada Portuguesa Antonio Rodrigues, quien el 26 de febrero se enfrenta a una rebelión encabezada por Benito Soto: la lucha acaba con la expulsión de los tripulantes considerados no válidos y al grito de “¡Abajo los portugueses!”, Soto encierra primero y ordena asesinar después a su principal cómplice y, a la par, rival en la revuelta, tomando ‘de facto’ y de manera unipersonal el poder a abordo.
A partir de esos sucesos podemos considerar que el ‘Defensor de Pedro’ ya no era un buque con patente de corso, sino un barco pirata que navegaba bajo ninguna patria y bajo ningún dios como no fuesen la codicia de sus marineros y las órdenes de Soto. Incluso fue rebautizado como ‘Burla negra’.
Deciden partir con rumbo a las Azores. A su paso fueron abordados la ‘Morning Star’, la ‘Topaz’, el ‘Unicorne’ (que logró escapar), el ‘Cessnock’, la ‘Ermelinda’ y el ‘New Prospect’ y en casi todos los casos se trató de unos asaltos en verdad sanguinarios y que hablan muy poco bien de cómo se las gastaba Benito Soto en alta mar.
El asalto a la ‘Morning Star’ devino en toda una matanza. Al no querer que hubiese testigos de su fechoría y después de matar a los tripulantes que aún resistían, Soto ordenó que se hundiese la fragata inglesa y se eliminase a todo su pasaje.
No corrieron mejor suerte los veintidós tripulantes de la fragata norteamericana ‘Topaz’, pasada por las armas, un golpe que le proporcionó a Soto el que probablemente fuese su mayor botín en joyas, piedras preciosas, relojes de oro, sedas de China y la India, y monedas. Con aquel tesoro en sus bodegas, el pirata comunicó a sus hombres que ya era hora de volver a casa, poniendo la ‘Burla negra’ proa a Galicia.
En ruta hacia el noroeste de España, el bergantín pirata no dudó en atacar a aquellos barcos que se le cruzaron en el camino y así fueron cayendo, entre otros, la fragata portuguesa ‘Ermelinda’ y el ‘New Prospect’. Cuando ya, en la mismísima bahía de Marín (Pontevedra), Benito Soto se creía rico y a salvo de cualquier contratiempo, se produjo un, para él, hecho inesperado. Ocurrió que se encontró con más dificultades de las previstas para vender la mercancía, de modo que se dirigió al sur de la península recalando varado debido a un error del timonel que confundió Punta Tarifa con la Isla de León, a tan sólo cuatro kilómetros del puerto de Cádiz, es decir, al alcance tanto de las autoridades españolas como británicas, las cuales procedieron a la detención de los bandidos.
Tras la confusión inicial por lo sucedido los piratas decidieron huir, pero poco a poco fueron capturados. El capitán Soto llegó casi hasta Gibraltar pero fue capturado.
La sentencia de muerte de Benito Soto fue dictada por un tribunal inglés porque a manos británicas fue cedido por expresa voluntad del rey Fernando VII quien, sin embargo, se encargó de que la mayoría de la tripulación del bergantín ‘Burla negra’ fuese juzgada y sentenciada a muerte por una magistratura militar española.
Esto es un hecho bastante curioso. Realmente aquellos piratas no habían hecho daño a España, ni atacaban sus intereses, solamente atacaban barcos bajo otra bandera, pero para el nefasto Fernando VII la ciudad de Cádiz era especialmente aborrecible por ser cuna de los liberales. El monarca entendió que la mejor forma de infundir el terror entre sus habitantes y salvaguardar su patético reinado era reunir a los condenados y proceder a su ahorcamiento en público ante las Puertas de Tierra y en dos jornadas consecutivas, las del 12 y el 13 de enero de 1830. No satisfecho con ello, el rey ordenó descuartizar los cadáveres y exhibir sus cabezas durante varios días en distintos lugares de la ciudad.

La ejecución de Benito Soto, el 25 de enero de 1830, resultó especialmente cruel. El verdugo colocó la cuerda demasiado alta, pero Soto lo ayudó subiéndose al ataúd para meter bien la cabeza en el lazo y, tras gritar al público “¡Adiós a todos, la función ha terminado!” saltó al vacío, pero los pies tocaban el suelo y no acabó de ahogarse -para satisfacción del público- hasta que el verdugo, con una pala, quitó algo de tierra bajo sus pies y el pirata finalmente murió.
Podríamos pensar que era una persona cruel y sanguinaria, pero en su favor diré que hay que hay que tener en cuenta que él se cría en un ambiente en el que durante muchísimos años se gritó “muerte al inglés”; fueron dos o tres siglos en el que España rivalizaba por la conquista de los mares con Inglaterra y ese era un grito habitual. Después, en época de paz y de alianza con los ingleses, había mucha gente que seguía con esa espina clavada; también estaba el tema de Gibraltar, el de la esclavitud, de los negreros, etc., y Benito Soto fue un poco un retrasado en su tiempo, porque si lo que hizo lo hubiese hecho cien o doscientos años antes tendría una estatua en cada plaza. Sin duda alguna, de haber nacido en la época que le hubiera correspondido su fama podría ser comparable a los grandes corsarios como Francis Drake o Henry Morgan, al servicio de Inglaterra, o Barbarroja, al servicio del Imperio Otomano.
Como anécdota diré que el poema “La canción del pirata”, de José de Espronceda, está dedicada a Benito Soto, de cuya figura era admirador el célebre poeta.
Marino Baler